jueves, 30 de julio de 2015

Cuento “El Sable Fugaz, Al Filo Del Viento” (Primera Parte)


Philip K. Dick arribó a Tepoztlán a principios de Octubre de 1968 con el fin de participar de una fiesta organizada por el director de cine chileno Alejandro Jodorowsky.
Phil estaba encantado con el pintoresco pueblito, cercano a la capital mexicana, pues su riqueza cultural le fascinaba, y además porque el impresionante entorno cultural disparaba su inspiración, de por sí fácilmente excitable.
Tepoztlán se encuentra rodeado por una gran muralla de cerros de singular belleza. Sus peñascos parecen las espumadas crestas de gigantescos tsunamis de roca que en cualquier momento se dejarán caer sobre los techos de teja rojiza de las moradas del célebre poblado.
Una variopinta gama de intelectuales, artistas, ufólogos y orientalistas comparte con los indígenas del pueblo el gusto por habitar en ese ambiente místico y misterioso, propio de un lugar de frontera, como si fuese un auténtico portal a ciertos ámbitos inexplorados del ser.
En la cima del cerro más imponente del lugar, el Tepozteco, se halla un hermoso templo prehispánico de procedencia mexica. Pero el acceso a tan admirable edificación es altamente complicada debido a lo agreste del camino, en donde las rocas, la hostil vegetación y lo empinado de ciertas veredas hacen de tal recorrido una auténtica prueba de resistencia para intrépidos turistas, estudiosos tenaces, y también para buscadores del destino dispuestos a todo.
Dick fue a hospedarse, habiendo llegado un día antes de la fecha de la celebración de Jodorowsky, a la casa que tenía en aquel lugar su amigo, el poeta Carlos Pellicer. Allí, en la hermosa construcción de estilo colonial, se reunió con él y además con los poetas Jaime Sabines y José Gorostiza. Disfrutaron los escritores de una agradable bohemia con mezcal y con tequila; tacos de gusano de maguey y de insectos Jumiles, mientras escuchaban sones huastecos, trova yucateca, a Stravinsky y a Wagner. Pellicer les mostró, además, su colección de figuras prehispánicas; Sabines habló de mujeres y Gorostiza del tiempo y sus agonías. Philip K. Dick, por su parte, les recitó pasajes de “The Waste Land” de Eliot y también les compartió su intrépida interpretación de Heráclito y de Parménides.
En cierto momento, Dick le preguntó a Pellicer por qué sonreían los ídolos indígenas que ostentaban sus vitrinas.
—Es que guardan un gran secreto —le respondió con su inglés perfecto el poeta mexicano.
—¿Y cuál es? —insistió Dick.
—No lo sé, Phil, pero lo que sí te digo es que acaso al descubrirlo nosotros, su sonrisa de obsidiana ya no estaría al alcance del júbilo nuestro: la verdad deslumbra y hiere.
Dick intuyó algo, asintió en silencio y volvió a su mezcal.
Aquella noche Dick sintió cosquillas, debido al contacto contra su costado del frío y duro metal del revólver que ocultaba.
“La verdad deslumbra y hiere”, recordó justo antes de dormir, por fin.

Continuará...

Texto: Jesús Ademir Morales Rojas
Ilustración: Del cuento EL SABLE FUGAZ, AL FILO DEL VIENTO
© 2008, Pedro Belushi

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